Cathaysa Cruzó la puerta, se acercó a una mesa repleta de tazas de
desayuno sucias y platos con restos de churros, bollería, sanwichs y
servilletas arrugadas.
Pidió una caña y tomo asiento en una solitaria mesa arrinconada
desde donde podía contemplar el muellito, la piscina natural y la maravillosa
vista del mar en la Punta de Hidalgo.
El mar estaba en calma, (lógico
en septiembre) tan tranquilo y relajado como un estanque con escamas de plata
reflejadas en las crestas de sus aguas. Un camarero estirado se dirigió hacia
ella manteniendo sobre su bandeja una copa y un platito de papas fritas
naturales que deposito en la mesa, giró sobre los talones con elegancia y se
alejó tan lenta y silenciosamente como había llegado.
Cathaysa tomó la copa y se
la acercó a los labios. Bebió un pequeño sorbo de cerveza que la dejó en el
paladar un agradable sabor amargo y Fresco. Encendió un cigarrillo rubio.
Rebuscó en el interior del bolso un sobre Blanco alargado, lo abrió, saco un
folio escrito que era el total del contenido y releyó la palabra en negrita que
conocía de memoria:
“Positivo”…,”Positivo”…, repitió inconscientemente. Sus
ojos se humedecieron, pestañeó y el líquido concentrado en el lagrimar rebosó,
una lágrima salada resbaló por su rostro despacio, delicadamente.
Las letras parecían ahora, bailar un extraño ritmo que las
convertía en algo indescifrable: algo similar a sus emociones.
Recordó su aroma, su tacto, su sabor, que volvió a sentir como si
tuviera frente a ella nuevamente, y es que ya formaban parte de ella para
siempre.
Un escalofrío recorrió su espalda seguido de un cosquilleo
nervioso y excitante; el mismo que notó al verle por vez primera, una agitación
interna y apremiante, una fuerza vital, incontrolable, desbocada.
Era su ausencia.
Aquella tarde, en la playa el bochorno se hacia insoportable.
No corría ni una Brizna de aire. Sobre el horizonte del mar el
calor parecía inflamar la sal en el aire, los barquitos pesqueros se rodeaban
de un aura de fuego y temperaturas avenarles.
Cathaysa estaba tendida al sol atesorando rayos bronceadores sobre
su piel semi-desnuda. Ana, Jesús y Laura se habían zambullido en el azul
inmenso y se habían ido alejando, poco a poco, entre juegos y rizas.
Ella había visto perderse sus
siluetas bajo las olas y los demás bañistas. De repente él emergió del agua
como Dios del mar, como el Poseidón lo hubiera hecho. Igual que el protagonista
de un anuncio televisivo, con un tabla bajo el brazo, su figura majestuosa
llegada a las rocas con un caminar chulesco e insinuante.
Su piel morena brillaba iluminada por los rayos del gran astro
resaltando aún más su musculoso cuerpo.
Sus fuertes Brazos, la masa muscular que mantenía su pecho
imberbe, inflamado y hercúleo, el cuadriculado abdomen, el culo apretado de
donde nacían esas vigas largas y conformadas como las de los futbolistas
componían un cuerpo tan perfecto, tan deseable y apetecible que ella no pudo y
no quiso apartar la mirada de esa belleza salvaje.
El la miró desafiante y orgulloso. Conocía perfectamente lo que su
figura producía en hombres y mujeres, y había aprendido a sacar provecho de
ello. Cathaysa se sintió inquieta cuando vio sus ojos canelos color miel y tan
profundos como el cielo mirándola.
Pensó taparse pero ya era demasiado tarde; resultaría algo tonto y
evidente esa actitud, así, decidió tomar ella la iniciativa. Continuó
acercándose sin quitar la vista de su cuerpo semi-desnudo y recostado al sol.
Ella notaba esa mirada descarada entendimiento, derritiéndola los
nervios. Irguió el tronco buscando seguridad en si misma y al tiempo intentando
que él desviara la mirada a otro lado.
Cosa que no hizo.
Entonces, atacó.
- Perdona, es que estoy sola,.. y … ¿ me puedes dar crema en la
espalda?, si no te importa.
-Por supuesto que no., contestó, con alegre acento sudamericano.
- ¿De turismo? – dijo, aunque rápidamente pensó que era la
pregunta mas estúpida que podía haber formulado, pero ya estaba lanzada al aire.
-Casi. Soy músico. Estoy haciendo una mini gira, como dijéramos… y
esta noche actúo el Púb. Blue-Norte.
¿Si vas. Te invito a una copa? Bueno, ya esta.
- No se si podré. Muchas
Gracias.
-No es nada. Hasta la noche, si
puedes, si no hasta otra, estoy toda la semana.
-Adiós.
Le vio levantarse y
continuar su desfile por la pasarela de callados y arena…Memorizó esos ojos aun
un poco mojados del mar que tenia frente a ella, sus labios carnosos, los
dientes perfectos blancos igual que un traje de novia y esos hoyuelos que su rostro
dibujaba cuando sonreía.
Nuevamente se sintió ansiosa y enormemente excitada. El resto de
la tarde no fue sino una vigilia descarada que concluyo cuando lo vio en un
coche de alquiler y abandonar la playa en dirección a Tejina.
Llegó la noche, y aunque
mas de una vez se dijo a sí misma que no iría, finalmente no pudo controlar esa
fuerza poderosa que gritaba en su interior por volverle a ver, por volver a
sentir esas manos fuertes acariciando su espalda y con suerte algo más; todo lo
demás.
Bajo las escaleras del Púb.
y Empujo la pesada puerta insonora y la música salió a la calle como un eructó
salvaje.
Entró titubeado hasta que se situó entre la oscuridad falseada y
destellante.
El apareció iluminado por los focos, igual de majestuoso que en la
playa y acaparando todas las miradas de la clientela moviendo su seductor
cuerpo al son de la música que él mismo interpretaba.
Ella sintió un estremecimiento que recorrió su pecho y se alojó en
el estómago en forma de cosquilleo nervioso, y en su corazón como un repique
acelerado que iba ha hacerlo estallar.
Fue hacia la barra. Pidió un Ron con cola a un camarero de sonrisa
espectacular y cabellos engominados y refijados al cráneo. Luego ya con la copa
en la mano, buscó una columna desde donde se divisara todo el escenario, acopló
contra ella y se autoflajeló contemplando el resto del concierto.
Terminó la actuación. El deseado mulato escudriñó entre los
espectadores como si calibrara la calidad del material de esa noche. Sus ojos
se pararon en un rincón donde una preciosa jovencita no le quitaba la vista de
encima. Le lanzó un beso con la sutileza de un dandi.
Ella sonrió, se encendieron sus mejillas y a punto estuvo de caer
desmayada.
Poco tiempo después el artista
se acerco a ella. Llegó por detrás y la tocó ligeramente el hombro. Todo
sucedió como las cosas más naturales acaban teniendo lugar. Se hablaron y se
reconocieron. Sus gestos.
La oscuridad tormentada que los dejaba verse en un instante para
inventarse después con el sonido de sus palabras; con la discreción y la
sensación ambigua de intimidad que contagia el volumen demasiado alto de la
música. El calor y la sudoración que imprime la muchedumbre en los espacios
cerrados. La brisa marina que acariciaba cuando abandonaron el local riendo y
abrazados por la cintura.
Y las risas, los besos que
persiguieron las estrellas hacia el mar en el coche de alquiler, entre sus
camisas y sus cuerpos sudorosos, y el aroma del mar cada vez más cerca, salitre
de ambos entrelazados como una madeja que cambia de forma con rabia, con deseo
brutal que los empuja a revolcarse sobre el capo del coche.
Luego sobre una manta…Flexibles
y felinas sombras quemándose entre un firmamento plateado y gris como la luna
llena, único testigo, del deshielo de las Nubes.
Finalmente en un último estremecimiento de él, ella sintió como la
última reserva de energía lujuriosa y salvaje entró en su cuerpo llenándola de
un alma que nunca hasta entonces había conocido. El permaneció inmóvil,
contemplando el cielo confundido entre las aguas resplandecientes.
El se acurrucó alrededor de sus formas recorriendo su vientre liso
con el dedo índice y comenzó a hablar de su tierra, a nadie y al cosmos entero
si quiera escucharle, con un tono mezcla de discurso y confesión en un monólogo
sentido y estudiado.
“Allí, las
selvas aterrizan al filo de los acantilados mientras las aguas esperan, al fin
abrazarse.
Por las tardes, cuando el sol se hunde el Pacífico sus rayos sobre
el océano parecen desfilar planeando como las lanchas motoras hasta la orilla y
de allí, reparte el naranja hasta perderse sobre el verde follaje de las
plantaciones de Plátanos. Luego, esa última luz montesina del día se va
arrastrando ladera arriba entre piedras y tierra negra, entre los pequeños
arbustos, hacia la techumbre vegetal de la selva, hasta alcanzar recónditos
campos de café, marihuana y de coca escondidos entre la espesura y las abruptas
montañas.
Y así prosigue por un paisaje que monótonamente se repite en cada
pico, en cada desfiladero, en cada valle, tropezando a veces con un vació
inexplicable, como si la selva la hubieran amputando algún miembro, como una
calva en un cuidado jardín: son las maderas robándonos los troncos y las copas,
dejando de recuerdo la marca del árbol podado y la zona igual que un cementerio
con cruces para recordar el pasado que fue, que existió realmente, en un
silencio sagrado que los animales emigrados no profanan.
Prosigue la luz del ocaso hasta encontrar la oscuridad que avanza
por la frondosidad de la selva en sentido contrario. Arrojada a la orilla
convulsivamente, con la furia con que el Atlántico sacude las playas de la
orilla opuesta. Por donde llegó el progreso rugiendo sobre las olas para
sembrar la hambruna y la miseria en un pueblo que sólo necesitaba la naturaleza
para subsistir confortablemente”.
Cayó un instante, miro a Cathaysa a los ojos a través de la
oscuridad y la luz mortecina de la luna, cambio el tono de su voz ya la vez que
volvía a trepar por su cuerpo, dijo:
- Por eso me gustan estas islas también – Mientras se revolcaban
en la manta buscando el placer.
Despertaron con el tacto suave de la brisa y el estruendoso canto
del las aguas estrellándose una y otra vez contra la costa, a tan solo unos
metros de sus piernas anudadas.
El Sol a punto de conquistar la noche con sus rayos de luz dorada
y virgen, atrincherado tras los Roques de Anaga que no era más que una gran
sombra en el paisaje épico del amanecer. Ella le contemplo bello y salvaje,
adorable como el espectáculo natural de que era testigo, y ella entonces,
sospechó que esa visión la perseguiría durante tiempo.
Dos días después él marchó. Cathaysa se quedó a solas con el sabor
de sus labios y el cuerpo dormido de caricias en la zona mas viva de su recién
memoria, con el recuerdo de una pasión devastadora que la arrojaba al fondo de
un abismo depredador.
Con el tiempo, ese abismo se agigantó, se cubrió de un lodo pesado
del que no pudo escapar y en el que se hundía más y más sin poder agarrarse
nunca al salvavidas que él tendía a través del hilo telefónico.
Rompió a llorar sin poder controlar sus gemidos. Intentó acallar
su llanto que redujo a un movimiento nervioso como el hipo, pero las lágrimas
aumentaron su caudal desbordándola. Un camarero flaco estirado, con el cabello
canoso y un rostro sereno,
le preguntó por su estado:
– No es nada… Gracias…, ya se me está pasando. Se secó la
cara con un clinex rosa que manejaba una temblorosa mano y desvió la mirada
hacia el Faro de la Punta.
El mar seguía en calma. La claridad se reflejaba en sus aguas con
un brillo que poseen las piedras preciosas y la espuma del mar frecuente en
esta costa.
Y en el infinito, en ese punto
donde el mar llega a confundirse con el cielo bajo la cordillera de Anaga,
donde parece que termina o empieza el la vida, saliendo entre la neblina que
agua y aire dibujan en esa barrera entre ambos, volvió a emerger su figura
sugestiva reclamándola a su lado llamándola con esos labios carnosos y
apetecibles como la fruta fresca.
Ella miró al fondo de sus ojos color miel y contempló ese paraíso
caribeño que él no quiso sacrificar por ella. Dejó de llorar. Suspiró decidida:
“Ya voy amor. Ya vamos”.
Abandono la cofradía tranquila y serena. Nadie podría decir que
esa Joven había tenido un ataque de nervios hacía tan solo un instante antes.
Comenzó a descender por el paseo tan bonito que tiene el pueblo con el mar
acompañándola paso a paso, siguió su caminar por el largo camino de tierra,
tres figuras huesudas que salían de una furgoneta vieja de esas hippie
amarillas de marca Wolsvagen , en sus rostros abrazados bajo la sombra del Faro
a un envase de tetrabik de vino peleón.
Uno de ellos levantó su pellejo del muro donde se sentaron, y fue
hacia ella cansinamente, como si su alma hubiera quedado chapoteando en el
vino, arrastrando un esqueleto renqueante y sobreviviente de días felices de
mucha fiesta.
– Perdona, ¿Tienes un cigarro?
Ella sacó el paquete de tabaco del bolso y se lo entregó.
-Gracias, muchas gracias.
El Joven se alejó feliz igual que un niño Sonriendo,
estirando la piel de sus rajados labios y castañeando sus dientes. Cathaysa
siguió su caminar por la amplia avenida de Tierra distraída.
Un sentimiento inesperado bordo su cuerpo al contemplar un pequeño
club viejo, con una piscina natural a su Izquierda, cerrado en mitad del paseo,
esa sensación entre felicidad y nostalgia que nos embarga al recordar a un
amigo desaparecido hace tiempo, el suficiente para que su falta ya no duela.
Prosiguió hacia casi el final del camino con esa sonrisa impasible
del que sueña, para llegar al lado de una ermita chiquita solitaria que tanto
le gustaba y de donde al lado del mar divisaba a los lejos los Roques de Anaga.
Avanzó unos cuantos pasos más por las rocas y se detuvo. Miró el
gran océano rendido a sus pies. Suspiró y descendió entre los riscos hasta la
orilla. La suave brisa refresco su rostro infundándola nueva vida.
Respiró hondo, sus pulmones notaron inflamarse de energías
renovadas y empezó a liberarse de la ropa lentamente, deleitándose con las
caricias y el aroma marino.
Cuando estuvo completamente desnuda suspiró.
Llevó las manos hacia el
vientre y lo recorrió delicadamente. Volvió a suspirar y se arrojo al agua.
Nadó hacia el mar abierto.
Con las vistas puestas siempre puesta en la línea del horizonte
donde el bello mulato le sonreía feliz.
Avanzo rápido hasta que la costa se desvaneció en manchas blancas
bajo la atenta mirada del macizo de Anaga.
Se sintió exhausta, sus fuerzas se habían diluido entre la
gigantesca barrera azul que la separaba de su pasión sangrante.
Su cuerpo se sumergió de entre las profundidades abismales.
Contempló la imagen de su recuerdo nuevamente, en sus ojos verdes
no había ahora sino el cadáver de una selva talada y quemada. Suspiró vencida.
La mar engullo su joven y hermoso cuerpo entre un coro celestial
de sirenas. **