La Música de Sergio

martes, 29 de marzo de 2011

El Abrazo de José


Una vez leí algo así como... " La felicidad es la única sanción de la vida; donde falta la felicidad la existencia queda reducida a un experimento insensato y lamentable ". O algo parecido...

Y aquella noche, la solitaria bombilla que colgaba del techo apenas ya emitía la suficiente luz para traspasar el polvo acumulado sobre ella.

El cuarto, la verdad que era pequeño, pintado en un azul, pero casi no se notaba ya el color.

La humedad de las paredes competía con un espejo y una vieja fotografía en tonos sepia que, ladeada, presidía la cabecera de una gran cama; frente al espejo una mesa de madera y un taburete de tres patas que reposaba tirado en el suelo, aún sin saber porque.

Una ventana pequeñita, comunicaba el cuarto con el exterior, un patio sombrío, como lo son lo de las grandes casas de Santa Cruz de la Palma; se mostraba tapiada por amarillentos y desbaratados papeles de periódico que no impedían la entrada del aire frío.

En el cuarto una sombra alargada recorría las paredes de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, en suave movimiento, como si tratara de negar lo sucedido.

Todo parecía girar en torno a José que permanecía pasivo en el centro de la estancia y aunque sus ojos se mostraban muy abiertos era incapaz de distinguir su imagen en el espejo.

Parecía absorto, con la barbilla apoyada en el pecho, una incógnita mueca en los labios y el rostro aparentando contemplar el pequeño charco que se formaba bajo sus pies.

Era un hombre de cabellos lacios y precoces canas; su piel presentaba el aspecto arrugado de un trozo de papel de aluminio usado una y otra vez; los dedos nudosos, encallecidos por el trabajo, eran coronados por uñas largas con rastros perennes de tierra.

Vestía una chaqueta de pequeños cuadrados en tonos marrones; abrochada por el único botón que lucía dejaba asomar una camisa zurcida, destinada, en otro tiempo, a cubrir el cuerpo de un hombre más fornido.

Un pantalón azul claro que a duras penas se mantenía sobre su cintura, pues le faltaba la cuerda habitual con que se lo agarraba, y unos zapatos de indefinible aspecto completaban su atuendo.

La sombra, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, proseguía su danza en la habitación.

Por un pasillo estrecho, en el que la oscuridad apenas dejaba entrever el deterioro, avanzaba una mujer que parecía llevar muchos inviernos sobre su espalda. De aspecto extraviado y ligera cojera detuvo sus andares ante la puerta entreabierta que daba acceso al cuarto de José.

Tras apartarse hacia un lado dio paso a dos hombres y una mujer que, con rostro grave, iban tras ella. Fue el más joven de los hombres el primero en acercarse a José y rodearle con sus brazos.

José nunca supo de cariños efusivos; desconocía el calor de la amistad, y esa ola que se desliza por dentro cuando se es estrechado por unas manos incondicionales, casi siempre el daba más de lo que le daban,. No conoció más caricias que las del aire sobre su cara en sus paseos por Tenerife por la punta Hidalgo, ni otra calidez que la aportada por el sol junto al mar.

No sería en ésta ocasión cuando descubriese esas sensaciones pues, su cuerpo, apenas se mantenía tibio y cierta rigidez se apoderaba de él cuando le tendían sobre la vieja cama.

Unas manos retiraban de su cuello la cuerda que tantas veces sostuvo el pantalón a su cintura mientras la joven funcionaria rellenaba un impreso certificando su óbito.

Enterrado entre olvidados, en el cementerio de sus sueños de Igueste de San Andres, con el Atlántico delante solo para el, es donde el silencio parece dormir y solo se oye el mar, yace el cadáver de José, el que jamás supo de abrazos.

Buenas noches Bichitos y cuídense mucho *

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